sábado, 27 de noviembre de 2010

Ven


Cada mañana, antes de que el sol saliera, yo me acercaba hasta allí. Me gustaba saborear en mi boca un trozo de aquel pan recién hecho, escuchar el crujiente sonido que hacía al cortarlo con mis dedos, sentir como se derretía gracias a mi saliva. Era mi “buenos días” particular, la forma perfecta de comenzar. Bajaba con mi camiseta blanca de licra con la que dormía, unos pantalones a cuadros y me abrigaba con una chaqueta de lana trenzada azul marino. A esas horas hacía un gran helor en la calle y mis pezones no podían evitar notarse a través de mi camiseta. Si, lo hacía a propósito, podría haberme puesto sujetador, pero me encantaba ver lo nervioso que se ponía el chico, joven, colorado, tímido. Le temblaba la voz y no podía mirarme a los ojos. Me encantaba hacer eso.
Llevaba ya dos años en aquella lluviosa ciudad. Miraba atrás en el tiempo y me sorprendía la capacidad que había demostrado para adaptarme a ella y no sucumbir a la nostalgia de mi soleada tierra del sur.
Llegué a casa inundándola de olor a pan recién hecho, me desnudé y me cubrí con mi bata negra de raso que tanto le gustaba a él. Hice café, me eché una taza. Cogí el pan, con un poco de aceite y sal y mientras fumaba me fui al balcón a ver como seguía izándose el sol en lo alto del cielo.
Debido a la mezcla de intensos olores se produjo el movimiento cuyo sonido me hizo esbozar una sonrisa. Las plumas del edredón caían lentamente sobre el suelo, aún. Anoche nos pasamos con el vino jajaja. Sin echar la mirada hacia atrás podía adivinar cada uno de tus movimientos.
Conozco el sonido de cuando bostezas, te desperezas, te vuelves a tumbar en la cama, como si ella te agarrara fuertemente, y quizás das alguna cabezada más.
Al rato vienes hacia mí, hacia la ventana, con tus ojos guiñados, llorosos. Con un dedo rozas suavemente mis hombros, mi espalda, haciendo que se deslice poco a poco el raso sobre mi piel de olor y color canela. Tus besos bajan por mi nuca recorriendo toda mi espina dorsal. Ya está el sol en lo alto y sin embargo mi piel se siente como antes de entrar a la panadería, erizada y firme.
Como siempre el vecino del quinto del edificio de enfrente se asoma discretamente entre las cortinas de encaje. A veces creo que disfruta más que yo.





Kelpie.

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