miércoles, 15 de diciembre de 2010

Barcelona.


- No me escuchas -dijo ella, de repente.

Él se quedó de una pieza. De hecho, era verdad: hacía minutos que la verborrea de la mujer sólo era la música de fondo que acompañaba sus pensamientos, que estaban muy lejos.

- No me escuchas -repitió ella-. No paras de hablar de ti. Tan sólo te interesas por ti mismo. No te preocupa en absoluto lo que digo. No te interesas por lo que me pasa por la cabeza, ni por cómo soy, ni por lo que hago.

El hombre estaba sorprendido. Con delicadeza, sacó los dos dedos. Le daba miedo que la mujer le preguntase de qué había estado hablando hasta aquel momento en el que se había callado de golpe para, a continuación, decirle que no la escuchaba. El hombre no sabía qué contestar. Para resaltar la respuesta a las acusaciones, le dio un beso en la mejilla, que era tiernísima, e invirtió en aquela muestra de afecto más rato del necesario. El tiempo pasaba, sin embargo, y tenía que contestar algo.

- ¿De veras crees qué sólo hablo de mí mismo?

- En ningun momento de estas dos noches que hemos salido te has interesado ni una sola vez por mis cosas.

-Hostia. -El hombre tenía la cara triste, ausente.

- Eres muy extraño. -Y, como si le pesara haberlo entristecido, añadió-: Ahora no te pongas triste.

Mientras se abrazaban nuevamente, el hombre pensó que ella tenía razón. Muy sinceramente, lamentaba (de una manera que no identificaba del todo con la culpabilidad) no haberse interesado por lo que pasaba por la cabeza de la mujer, ni por lo que hacía en la vida: qué le apasionaba, de qué vivía. La primera noche que salieron apenas le preguntó si vivía sola o con alguien, y si se lo había preguntado había sido tan sólo para tratar de deducir si su casa sería un buen sitio a donde ir de madrugada , o tendrían que ir a un hotelito, o si se verían obligados a quedarse en el coche, en algua curva de la carretera. Se apoderó de él una ola de desazón. Se sintió mezquino, el ser más desprecieble del mundo, y reconoció que, en efecto, en los últimos tiempos la gente le daba lo mismo[...].






Quim Monzó.

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